lunes, 31 de mayo de 2010

Álvaro Arribas

LA PELEA

Todo empezó al acabar los exámenes. Mis amigos y yo estábamos el viernes por la tarde en casa de mi mejor amigo, Lucas. Planeábamos cómo celebrar el final de los exámenes. Unos propusieron tomar algo, en algún sitio cerca. Otros, irnos de fiesta hasta la madrugada. Al final, hicimos las dos cosas. Primero bebimos y después salimos.

Mi historia comienza ahí. Estábamos en un local al que solía ir mucha gente a emborracharse. Igual que en nuestro colegio, muchos otros habían acabado los exámenes y también habían salido a celebrarlo.

Alrededor de la una de la madrugada, estábamos mis amigos y yo fuera del local cuando oímos gritos. Venían de otro grupo de jóvenes.

-¡Eh!, vosotros –dijo uno.

-¿Qué pasa? –contestó mi amigo Lucas.

-Aquí no podéis estar. Es nuestra zona. Tenéis 10 minutos para largaros, o ateneos a las consecuencias.

Mis amigos y yo pensamos que ese chaval estaba loco. Decidimos no hacerle caso.

Fue un error fatal…

A los 10 minutos una banda de tipos con pasamontañas y pañuelos que cubrían su rostro se acercaron hacia nosotros, con bates de béisbol en la mano, puños americanos, cuchillos, navajas y armas blancas.

Nosotros, asustados, comenzamos a correr, sin saber a dónde íbamos. Tras unos minutos de persecución les perdimos de vista. Eran unos 19. Nosotros solo 9, y sin nada con que defendernos.

–Álvaro, ¿crees que les habremos perdido? –me preguntó uno de mis amigos.

–No lo sé, sinceramente, pero me andaría con cuidado, porque no estamos seguros –respondí yo.

-¡Ahí están! –escuchamos de repente.

Nos habían encontrado y nos pillaron a todos por sorpresa. Solo nos quedaba rezar. Les vimos llegar corriendo hacia nosotros, con ganas de hacer daño, de pegarnos, de golpearnos. Nos defendimos como pudimos, pero era obvio que íbamos a recibir. Empezaron las bofetadas. Uno de los nuestros estaba tirado en el suelo, le golpeaban con el bate, le daban patadas; otro, tras los golpes, yo no podía ni moverse.

Recuerdo que a mi me agarraron del pelo, me dieron con la boca en el bordillo …

Un mes después llevo una dentadura postiza, la policía busca todavía a los agresores y todos nosotros nos hemos llevado una manta de palos sin razón alguna…

FIN

José María Arvilla

Con la escopeta en el sobaco

Era un día muy especial. Era sábado. Todos estaban sentados a una gran mesa. Desayunaban. Los comensales relataban historias sobre caza. Manuel estaba callado. Pensaba. Había llegado el sorteo de puestos.

-Manuel –llamó el presidente.

Éste se levantó y sacó un sobre del bolsillo.

-Aquí está el dinero de esta montería y de la pasada.

-Muy bien, te apunto como que está pagado.

-Gracias.

-Saca un puesto.

-El 15, en la ribera del río.

Manuel se sentó de nuevo. Terminaron de repartir los puestos. Cada uno se dirigió a su todoterreno. Los coches arrancaron.

Juan se acercó a Manu

-Manu, tú me sigues ¿vale? –le dijo.

-Vale, Juan, te sigo, pero ¿cuál es tu coche?

-Es el Land Rover verde.

-Muy bien, te sigo.

Llegaron al puesto. Manu dejó el macuto. Se dispuso a cargar el rifle. Un rifle 30-06 Winchester. Metió la munición y esperó. Pasaron 2 horas. No vio nada. Oyó crujidos, unas ramas partiéndose. Se giró. Esperó. Al tanto salió un cochino. Era grande. Manuel se puso nervioso, levantó el rifle hasta el hombro y lo encaró. El pulso le temblaba. Pero respiró hondo y aguantó. Aguantó la respiración y disparó. Erró el tiro. Volvió a encarar. Disparó de nuevo. El cochino cayó, pero se volvió a levantar. El tiro había sido bajo. El animal siguió andando. Manu volvió a disparar. Cayó de nuevo y ahora sí que el cochino se moría. La respiración se le apagaba. Y expiró.

David Bensted

Me desperté

Me desperté. Escuché pasos. Me puse en pie. Rápidamente. Sin pensar. Me puse el albornoz. ¿Quién podría ser y a estas horas?. Eran las cuatro y media de la madrugada.

–¿Quién anda ahí? –dije con falsa seguridad en la voz.

–¿Aún no sabes quién soy? –dijo aquel hombre misterioso.

Asustado. Perplejo. No sé cómo describir aquella sensación. Notaba como se acercaba. Lentamente. Muy leeeeeeentamente. Crujía el suelo a cada paso de aquel desconocido. Dejaron de oírse los crujidos. Notaba su presencia. Al otro lado de la puerta del dormitorio. Aguanté la respiración.

-¿Por qué te escondes? No voy a hacerte nada –dijo el extraño hombre, con un tono de voz digno de un perturbado.

La voz le temblaba. Se atragantaba al pronunciar las palabras. Se abrió la puerta. Aún a oscuras, podía distinguir la figura anoréxica y su voluminosa joroba. Movió la mirada. Arriba. Abajo. La fijó en mí. Me quedé paralizado. Sin saber qué hacer. Se dirigió rápidamente hacia donde yo estaba. Encendí la luz. Aprecié su rostro desfigurado.

–¿Qué quieres y quién eres? –dije contundentemente.

-Soy Rafael García Jiménez. ¿Me recuerdas?

–No, creo que te equivocas.

Fuuuuuuuuuus, suspiró.

–Voy a llamar a la policía.

-¡No!, ayúdame.

–¡Vete de aquí! ¡Ya! –exclamé, con rabia.

Comencé a temblar. A ponerme más y más nervioso. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Eran de rabia. Mi vida no había sido fácil y menos para que llegara un perturbado a mi casa a las cuatro de la madrugada.

Me abalancé sobre él. No era yo, era mi ira. Comencé a golpearle. Suplicó clemencia. Pero no. No se la di. No podía controlarme. Me movía violentamente. Le tiré al suelo. Movió su brazo hacia su pierna. Sacó un cuchillo. Me lo clavó en el pecho. Noté como entraba en mi cuerpo. Lentamente. Bajó. Giró a la derecha. A la izquierda. Me desplomé.

¡Riiiing!

Sonaba el despertador. Me desperté. Las 7 de la mañana. Todo había sido un sueño. Sentía un escozor en el pecho. Me quité la camiseta. Aquella cruz, producto de una puñalada durante una pesadilla, estaba marcada en mi pecho como una quemadura.

¡Riiiiiiing!

Volvió a sonar el despertador. Me desperté en una habitación con el olor característico de un hospital.

–Buenos días –dijo una mujer vestida blanco.

–¿Dónde estoy? –contesté angustiado.

–Bienvenido al cielo, hijo.

Parece que aquel hombre desfigurado sobre el que me lancé violentamente venía a buscarme.

Era la muerte.

Guillermo Comenge Valencia

El bosque

En el norte de España, en los Pirineos, hay un valle oculto entre las montañas, el Valle de Arán. Destaca por su vida animal y vegetal. En un pueblo, Artíes, vive una familia, la madre, el padre y un hijo. Se dedican a la caza. El padre caza con el hijo, y la madre se encarga de vender la piel y la carne.

Una tarde de diciembre, en lo más alto de la montaña, padre e hijo recechan a un corzo. Llevan siguiéndole horas y creen que es un buen trofeo, a juzgar por sus huellas. Cada vez hace más y más frió y la noche se acerca lentamente. Por fin, tienen el corzo a tiro. El padre deja tirar al niño, todavía inexperto. Tira y falla. El padre se enfada y decide seguir pisteando la pieza. Es un animal excepcional. El niño, enfadado consigo mismo, se queda en el lugar.

La noche gana terreno y el padre todavía no ha vuelto. Ya casi a oscuras el hijo oye dos disparos seguidos. Cree que por fin habrá matado al corzo. Se adentra rápidamente en el bosque, para ayudar a su padre a llevar la pieza abatida. Y sin darse cuenta, de pronto, se encuentra en mitad de la espesura completamente a oscuras.

El niño atemorizado grita:

-¡Papá! ¡¿Me oyes?! -No responde nadie.

Un rugido en el bosque le asusta. Reza para que no le pase nada. Los rugidos se escuchan más cerca. Finalmente el niño oye un crujir de ramas, no ve nada y está aterrorizado. Un temible oso pardo aparece entre la maleza, él puede ver el brillo de dos pequeños ojos; pero en lugar de atacarle, el oso se detiene.

El niño, muy sorprendido, se queda petrificado. El oso se acerca. No se sabe por qué, pero el animal muestra síntomas cariñosos. El niño cae desmayado ante sus pies. El oso se cierne sobre él y le acurruca, como una gallina a un huevo.

Mientras, el padre, creyendo que el niño había vuelto a casa, regresa también al pueblo. Al llegar pregunta a su mujer.

-¿Dónde está el niño?

Ella contesta:

-¿No está contigo?

-¡Creí que había vuelto!

El padre, muy asustado, regresa al bosque. Pero es tal su prisa, que en el camino tropieza con una piedra y cae al suelo inconsciente. Horas después se levanta, confuso, y se adentra rápidamente en el bosque. Está a punto de amanecer. De repente se encuentra con un zapato del niño y teme por su vida. Más adelante oye ruido. Se encuentra con el oso y, entre sus brazos, a su hijo. Éste despierta y corre hacia su padre.

-¡Papá! ¿Dónde has estado?

El padre contesta:

-Hijo mío, no me di cuenta que te habías adentrado en el bosque, lo siento.

Con cara feliz, el niño responde:

-No importa, papi, este amable oso ha cuidado de mi toda la noche.

El oso les mira y se va. Ha ayudado a una pobre criatura a sobrevivir una noche entera en la montaña.

El padre da gracias al bosque por haberle devuelto a su hijo, y es que la naturaleza no es nuestra enemiga.

Íñigo de Diego

Un héroe nacional

Tras una crisis mundial, Estados Unidos conquistó el mundo. Y convirtió Europa en unas colonias. Se aprovechó de ella.

Había un irlandés, de nombre Rayan, pelirrojo, fuerte, astusto, pero nadie creía en su visión de rebelarse contra los Americanos.

Lo a

Americanos descubrieron sus ideas revolucionarias, él tuvo que huír hacia Irlanda del Norte.

Los estadounidenses le seguían en coches.

Él iba en una Harley Davison, esquivándolos. Disparos por las carreteras y gritos y lloros. Le seguían dos patrullas. Parecía el fin para el revolucionario Rayan, cuando unos disparos de fusiles Ak-47 acabaron con los Americanos.

Ryan flipó y vio que era el Ira. Habían sobrevivido unos 30. Y Ryan expuso sus ideas al numero uno de la banda, de nombre Kevin.

Rayan:

!Ey¡ amigo -

Kevin:

Aléjate, si no quieres morir.

Rayan:

Espera, podriamos acabar con esto.

Kevin:

–¿Cómo? ¿Luchando contra el Imperio de la historia?

Rayan:

Uniendo a todas las bandas terroristas.

A Kevin le convenció la idea. Cogió a Rayan y se lo llevó en furgoneta, con los treinta, rumbo a Inglaterra y dijo:

Veamos a unos amigos y a ver qué dicen, chico.

Rayan:

Estupendo, ¿como pasaremos la frontera?

Kevin:

Con esto -enseñando pasaportes americanos.

Llegaron al control y la tensión se cortaba.

Guardias Americanos:

Documentación

Kevin eseñó los pasaportes.

Guardias Americanos:

¿A qué han venido, señores?

Kevin:

Turismo –pero con el revolver cargado, por si había que disparar.

Guardias Americanos:

Adelante.

Kevin suspiró y se marcharon.

Pero no era Inglaterra, sino España. De hecho, estaban en el País Vasco, concretamente Donostia.

Rayan:

¿¡Qué hacemos aquí ????

Kevin:

ETA, si nos ayudan, estoy seguro de que los franceses de las OAS nos ayudarán y entonces los rusos se animarán también.

Entraron en el cuartel secreto de la ETA, pero los etarras, armados con escopetas, les gritaron: “!!! Fuera !!!!!!!”

Kevin:

Vengo a hablar con Paxti.

El etarra que los recibió, sorprendido, mandó que le llamaran. Patxi bajó blasfemando en vasco. Pero sorprendido gritó: “¡¡¡¡¡Kevinnnnnnnn!!!!!!! , perro viejo. ¿qué tal?, ya no vienes a por pinchos… ¿que tal De Juana?"

Kevin:

Me alegro de verte Patxi. De Juana, bien. Pero el motivo de mi visita no son los pinchos. Es para acabar con los yankees.

Patxi dijo:

–¿Sí? ¿En serio? Jajajajajaajaj. Llamaré a mis amigos franceses y que ellos llamen a los rusos

BUMMMMMMMMMMM-BAMG. Bombas en Estados Unidos y un telegrama a las autoridades: “Salid de Europa u os freiremos vivos".

Respondió USA que se citaban en el Sahara y empezó la batalla.

El sueño de Rayan era liberar a Europa.

Cogió un bazoca y mató a toda la primera línea.

Patxi sorprendió con los explosivos y acabó con los aviones.

Kevin, como buen irlandés, peleó con escopeta y güisqui.

Estados Unidos se relajó. Eran solo 500 y mal armados y terminaron cayendo. Estados Unidos cedió y devolvió la libertad a Europa… pero acabaron con los terroristas y nadie reconoció después a los héroes del Viejo Continente.

Rayan sobrevivió y se convirtió en presidente del Estado Irlandés y logró el sueño de Kevin: la unión de irlanda

Y se convirtió en un héroe nacional.

Nacho Dusmet

Un robo imposible

Me llamo Jack. Jack Johnson. Trabajo en la comisaría de Illinois, en la sección de altos robos. Estudié criminología en la Universidad de Harvard. Lo sabía todo.

Un día, al salir de la oficina, llamé a un taxi. Paró y le indique la dirección de mi casa. Mientras leía el periódico en el taxi, me di cuenta de que iba en dirección contraria. Me di cuenta a la media hora.

Le dije:

–¿Qué está haciendo? ¿A dónde vamos?

–Tranquilícese y relájese –me contestó el taxista, él si muy tranquilo.

–Pero… ¿pero es usted “tonto”! Dé la vuelta, ahora mismo –le respondí gritando y nervioso.

No me hizo caso y siguió. Intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada. Miré por las ventanas. Estaba en ello, cuando de repente paró el coche, se abrieron las dos puertas y entraron dos hombres, uno por cada lado, a mí me dejaron en el centro. Llevaban chaqueta y corbata. Tenían pinta de mafiosos. Cuando volvimos a paramos, me bajaron del automóvil a empellones y me metieron en una fábrica abandonada. Me ataron a una silla y empezaron a leer en unos informes mi vida y mi carrera profesional completa. Sabían quién era yo. Pero yo no sabía quiénes eran ellos. Jugaban con ventaja.

Uno de ellos empezó a buscar en la mesa más cercana un papel y tiró al suelo la mitad de las cosas que había encima, hasta que lo encontró. Me lo ensañaron. Era la exposición de las joyas de la Corona de Inglaterra, que se celebraba en la ciudad durante esos días.

Y me dijeron:

–Queremos robarlas, pero no sabemos cómo.

–Y ¿qué? –contesté, con tono desagradable.

–Tú eres la persona que más sabe. Podríamos llegar a un acuerdo. Te podríamos dar el 5% y que tu nombre no aparezca, si sale mal –me contestó otro.

–50%, quiero la mitad –repliqué rápidamente.

–10% –me corrigió.

Empezamos a regatear y quedamos en un 30%, y billetes de avión para Cuba. Para desaparecer. No por otra cosa.

Y empecé a investigar. Las joyas se exponían en el “Museo Nacional de Joyas”. Aquel lugar contaba con los últimos y más sofisticados medios de seguridad. Era imposible robarlas. La única forma de conseguirlo era antes de que llegasen a su destino.

Conseguí la información que necesitaba. En teoría las iban a transportar en un furgón bien protegido, pero era solo un señuelo. Las joyas verdaderas iban a ir en un tren, custodiadas por tres agentes de la CIA, que salía desde Washington D.C.

Subimos al tren tres estaciones antes del destino de las joyas. Conseguimos cuatro asientos, tres de mesas y uno detrás de las joyas. Llevamos una mochila igual que la de las joyas. Simulamos una pelea, con el objetivo de poder hacer el cambiazo sin que se diesen cuenta. La excusa para la pelea era la rivalidad entre los dos equipos de fútbol americano más populares de Estados Unidos.

Los tres agentes de la CIA se levantaron para separarnos y aproveché la ocasión para dar el cambiazo. Nos bajamos en la siguiente estación, todos menos dos, para que no sospechasen.

Cogí mi avión y mis siete millones de $ rumbo hacia Cuba. A las dos semanas, en los periódicos se leían los titulares de “Fuertes tensiones entre Estados Unidos y Gran Bretaña a causa del robo de las joyas de la corona”.

Nada más leerlo, le di un codazo al que me había contratado y nos fumamos un puro en honor de la Reina.

Íñigo Gardeazábal

Vamos a ganar, porque somos españoles

Estamos en el autobús, camino de Sudáfrica. El entrenador agarra el micro y se dispone a motivarnos:

Hay un largo camino. Es mayor lo recorrido. Somos veintitrés hombres y vamos a hacer historia. Comenzamos contra Chile, Honduras y Suiza. Fácil, a primera vista. Tras un silencio expectante, continúa: Recordad la victoria frente Alemania. Hace dos años. Y hoy, como entonces, haremos historia. Hoy nos recordaran. Vamos a ganar. Hoy triunfaremos. Comenzamos un camino que acaba en la final. Porque somos ganadores. Porque queremos. Y porque podemos.

Hoy nos levantamos. Recordamos nuestra historia. Dos años desde entonces. Forjamos nuestro destino.

Primero cayó Suecia comenta Sergio, conseguimos remontar el gol de Ibraimovic. Gracias a ti dice, mientras mira a Villa.

Fue impresionante. La fuerza de 23 jugadores, en uno solo, que luchó implacablemente. Junto a Torres. Como un solo puñal.

Pasamos sobre Grecia sin problemas. Igual que con Rusia.

Tras la fase de grupos, luchamos contra un titán, el campeón del mundo. La gran Italia. Pero tocaba el relevo. Empate al final de la prorroga. En los penaltis, con Casillas, vencimos. Los italianos cayeron derrotados. Cesc en el quinto penalti. Superó la presión. Y no perdonó.

La semifinal la recuerda Villa con nostalgia. Idealizó a Torres, que no fallo.

Tras mi lesión, tú no me fallaste. Y gracias a ti conseguimos ganar. Nunca nos has fallado.

Jugaremos la final contra los gigantes alemanes. Los locos bajitos nos llaman. Nos ganamos el nombre. Pero seguiremos luchando por nuestro sueño. Nadie lo dice, pero todos lo recordábamos, hasta que Reina interrumpe. Nos enseña el video del resumen del partido.

Luchamos sin parar.

Hasta el minuto 63.

Pase en profundidad de Xavi.

Torres, en una potente carrera. Quemando el campo. Definió perfectamente.

Toda España estaba en esa carrera. Dándole fuerza en cada paso. El seguía sin fallarnos.

Y con el pitido final, España salta de alegría.

Millones de gargantas se unen como una sola.

Una nación como una familia.

Gracias a 23 héroes.

En el vestuario, antes de salir al campo, el mister nos dedica unas palabras. Nunca se me olvidaran.

Decía:

Hoy, como entonces, nos enfrentamos a nuestro propio destino. Esta vez no somos solo 23, si no cuarenta millones de personas. Que unidos, apoyándonos, pasaremos sobre cada selección, triunfando, alcanzando la gloria. Lucharemos como uno. Somos uno. Somos uno. Lucharemos cada zancada. Ganaremos con cada gota derramada de nuestra frente. Y podríamos llenar un embalse. Hoy vamos a ganar, porque somos españoles.

Ignacio González Palenzuela

Un lunes "cualquiera"

Nueve y cuarto de la mañana. Estás cansado. Dormido. Es un lunes más. Toca clase de Lengua. Pero hoy no hay show. David se levanta a recoger los escritos. Siempre le toca a él. Es el encargado. El parte empieza a tener actividad.

Don Miguel multiplica por tres la cantidad de minutos. Le encanta. Llevamos ya 30 minutos y aún seguimos copiando frases. Llevamos ya 150. Entonces uno levanta la mano y pregunta:

–Don Miguel, ¿ese “me” no es un complemento indirecto?

El profesor le responde con seguridad:

–No te líes tío, tú apréndete esto y sacarás un 10.

Acaba la clase. Tenemos una lista de palabras imposibles. Todo por culpa de “La Mortaja”, un cuento que don Miguel nos obliga a leer.

Llega el estudio. Deberes de Historia. Se ha pasado. No da tiempo en todo el fin de semana; que termina y tú aún no has acabado.

Ciencias para el mundo contemporáneo: CMC. Tres compañeros salen a la tarima a exponer. Lo normal, que te duermas. Muchas horas de sueño perdidas el fin de semana. Por detrás oyes el run-run de otros tres. Dicen algo sobre enfermedades. Pasas y sigues a tu rollo.

Por fin llega el momento. El esperado por todos. El descanso, comúnmente llamado “recreo”. Solo se oyen gritos. Los balones se te cruzan en el camino. Los profesores, mientras, desayunan. No pierden el tiempo. ¡Ellos sí que saben!

Algunos aprovechan y salen fuera del recinto. Necesitan fumar. Demasiado adolescente suelto.

Ha llegado la hora… Historia. Don José Manuel tarda en aparecer. Le vemos por la ventana. Aún así, ha puesto cuatro ceros por retrasos. Llega y abre el libro. Comienza a leer. Pasan los minutos. Entonces, el compañero de al lado se atreve a preguntar.

–Oiga. ¿Tiene los exámenes?

–Sigo –responde.

El chaval se queda hablando por lo bajo. Don José Manuel le dice unas palabritas. Le molesta mucho. No quiere ese tipo de preguntas. Han pasado 40 minutos. Se ha leído un tema. Entero.

Termina la clase. El profesor se va. Como de costumbre, no pide nada. Unos resúmenes más para la carpeta.

Matemáticas. Primero, comentario sobre fútbol. Costumbre de Don Enrique. A continuación, pide por favor que cerremos las cortinas. Nos lo repite cada día. Ya es rutina. Empieza a dictar. Sin darnos cuenta nos ha dado temario suficiente. Próximamente habrá una prueba. Finaliza dictando unos ejercicios. En torno a cinco.

Toca inglés. Se nota. Todos están en el pasillo. Don José Manuel Rodríguez tiene el grupo medio. Es una clase amena. A veces se hace pesada. No es habitual. Todo transcurre con normalidad. Quedan 10 minutos para terminar. Don Juan Pablo ya ha soltado las fieras. Chori tiene la cara pegada al cristal. Algún día se cansará.

Comida. Apenas 50 minutos de relax. Algunos deben pensar que se va a acabar antes de que ellos lleguen. Corren a empujones por los pasillos. Todo por llegar el primero a la fila.

El estómago lleno. Alguno que otro vacío. No hay hambre. Llega él, don Rafa. Un hombre con carácter cambiante. ¿Contento? ¿Enfadado? Nunca se sabe. Hay una cosa que nunca le falta. La gracia. Aunque a veces le sobra. Se ríe sólo. Lo normal es que alguien siempre pregunte qué plan hay. Aunque siempre se sabe. Correr.

–Don Rafa, ¿qué vamos a hacer hoy? –pregunta uno por el fondo.

–Deporte –contesta.

No, no se ríe nadie. Él aun así es feliz. Le da igual.

Luego nos toca dar 10 vueltas al recinto del colegio. Si todo va bien, fútbol o baloncesto. Ya hemos acabado.

–Todos a la ducha. Es obligatorio ducharse –grita desde la puerta apuntando en su lista.

Ya está. Un día más que ha sido superado.

Sólo quedan 4.

¡Ánimo y Suerte!

Eduardo González Codes

2012

31 de diciembre del año 2011.

Yo, un joven de 18 años, estoy tendido en la cama después de un día duro. En la calle solo se habla del fin del mundo. La noticia se ha propagado hasta el último rincón. Mis padres y hermanos preparan un plan para salir y huir de la tierra y del peligro. El calendario Maya ha terminado. Nostradamus nos avisó hace miles de años. Nuestro plan de huída empieza de madrugada.

Mi padre, previsor, consiguió equipo para todos hace semanas.

Después de levantarnos y recoger nuestros enseres nos ponemos de camino al aeropuerto. Mi hermano consigue llegar a uno de esos aviones que pilota. Nos pondremos de camino hacía algún lugar seguro, donde la tranquilidad persista.

06:00 am, suena mi despertador.

Mi perro ladra, y yo no sé por qué hay tanto ajetreo en mi casa.

Papá no para de gritar mientras recoge algunas de sus medicinas.

–Edu, dónde has puesto todas los medicamentos que tenía junto a mi mesa –dijo mi padre.

–En los cajones, junto a la despensa, en la cocina –contesté mientras mis ojos se cerraban por el sueño.

Luego me explica que no nos queda tiempo. Que nos cogerán. Me visto y me dirijo a la cocina, para llenar el estómago. Agarro un par de galletas de una bolsa y la mano de mi hermano me rodea el cuello. Me lleva hasta la ventana del salón. Algo increíble sucede ahí fuera.

–Lo ves, hermanito, los rumores son ciertos, todo se acaba -dijo mi hermano mayor.

–Ya lo veo, deberíamos haber creído cuando podíamos, ahora ya es tarde –dije, mientras comía.

Miles de personas infectadas por algo extraño rompen y queman todo a su paso. Las casas prenden en llamas. La humanidad ha sido atacada por un virus que afecta directamente al metabolismo de las personas. Las hace inconscientes de sus actos

En el horizonte, las cuatro torres de Madrid se desploman y provocan una inmensa nube de polvo.

La puerta de nuestra terraza se abre.

Se escuchan pasos y gritos de personas.

No hay esperanza para el hombre.

Pedro Marijuán

La power balance

Jaime: El otro día oí hablar sobre una pulsera muy famosa que se llama power… no se qué.

Juan: ¿Una power balance, quizá?

Jaime: Sí. Dicen que te ayuda a concentrarte mejor y te proporciona resistencia y equilibrio. Parece que es un éxito. ¿Tú la has probado?

Juan: Sí, yo la tengo. Todo lo que has dicho es cierto.

Jaime: Han dicho en las noticias que no servía para nada, que era una estafa. Me gustaría probarlo, a ver si es verdad.

Juan: Toma, póntela. La pulsera está compuesta por dos hologramas, que crean un campo magnético. Si te pones entre ellos sentirás los efectos de la power balance. Te voy a hacer una prueba muy sencilla para ver si funciona.

Jaime: Esto es mentira. ¿Cómo una pulserita me va a proporcionar más equilibrio con sólo ponérmela? Es mentira.

Juan: Tienes que poner los brazos en cruz y apoyarte sobre una pierna.

Jaime: ¿Así?

Juan: Sí. Ahora voy a tirar de tu brazo para abajo y, así, desequilibrarte... Y ahora que lo has probado con pulsera, te voy a hacer la misma prueba sin pulsera. Verás cómo te desequilibras…

Jaime: Es verdad. ¡Si no lo veo no lo creo! ¡Es asombroso! No sé por qué dicen en las noticias que es una estafa…

Juan: Yo opino lo mismo. La llevo todo el día y funciona. A los profesionales del golf y natación, que yo sepa, no les dejan llevarla en competiciones. Creo que debe de tener algo, debe de ser efectiva, por poco que sea.

Jaime: ¿Y cuanto cuesta?

Juan: Pues, unos 35 euros.

Jaime: Es demasiado cara. Seguro que el fabricante se estará forrando. Seguro que no le costará más de 50 céntimos fabricar una, y ¡luego las vende a 35 con la excusa de que te proporciona equilibrio!… ¡Ya está! El negocio perfecto.

Juan: No te digo que no; pero mientras a mí me funcione, me da igual que cueste 35 o 50 euros.

Jaime: Ya entiendo lo de las noticias. Dicen que es una estafa, para que la gente no compre; pero en realidad, no es un timo. O si no, ¿por qué le prohíben a un profesional del golf llevarla en competiciones? ¿No era una estafa?

Juan: Estoy de acuerdo contigo. El otro día me fui a jugar un partido de golf y lo noté ¡Funciona!

Javier Mas

En la Marisma de Zangar

Entre la maleza podían vislumbrarse las tres lunas que llegaban a su altura culminante esa noche. Se situaban ya en mitad del cielo de la marisma. Y una tenue luz iluminaba el claro.

Yo, Seon, estaba apostado tras el tronco de un extraño árbol, esperando…

Apareció él, Caternum, un tauren del tamaño de un elefante. Venía buscando pelea.

Yo era un elfo de la noche, guerrero del cuarto batallón del príncipe de Teldrassil. Pertenecía a las tropas de la Alianza. En el corazón de la batalla del valle de Alterac, un no-muerto, un mago, me dio un mal destino y tuve que desertar. Y en mi huída topé con este inoportuno Tauren.

Guerrero como yo, cruzamos aceros y, tras un duro combate me, hirió; pero logré escapar, después de cargar contra su pecho…

Todavía veo la cicatriz.

Caternum había acabado con una inocente criatura de la marisma, yo le observaba pacientemente, a la espera de saltar a por él. Yo estaba de camino a la Ciudad de Ventormenta y todavía me quedaba un largo recorrido. Debía cruzar el portal del rey Ilidan y las tierras baldías, antes de arribar a la tierra oscura y adentrarme en el reino. ¿Qué mejor forma de presentarme que con la medalla de un gran mariscal de campo del ejército de la horda?

Estaba seguro, podía con él. Era un enemigo difícil, pero si lograba vencerle, tendría mi puesto asegurado en las filas aliadas.

Desenvaine a Barok y a Zulahe, mis dos fieles acompañantes, mis dos espadas. Con ellas había dado muerte a innumerables enemigos, sin duda de los más respetados.

Yo era un gran soldado, de muy alto rango y respetado. Mis dos espadas brillaron con ansias de sangre enemiga.

En un instante salté convencido al claro. Velozmente Caternum se dio la vuelta.

¿Se acordaría de mi? Seguro, los tauren nunca olvidan a sus enemigos.

Me examinó y desenvainó a su vez su grandiosa espada. Antes de hablar comprobó que no había nadie más allí. El muy iluso se creía muy superior.

Me miró a los ojos…

-¡Vaya, vaya!, ¿qué tenemos aquí? -dijo con tono despectivo-, un perdido elfo en tierras de conflicto… No es muy seguro andar solo por aquí.

-Este territorio ya no pertenece a la horda. O ¿no recuerdas que aquí es donde nos vimos las caras por primera vez? -dije confiado.

-Claro que lo recuerdo…-respondió.

-Pues entonces… ya sabes por qué me he descubierto -dije incitándole a luchar.

-¡Vamos a ello! –respondió ansioso.

Cargué contra él. Tras el primer golpe, quedó aturdido unos instantes… Pero rápidamente reaccionó, como era de esperar. Me asestó un mandoble en el pecho. Lo paré poniendo mucho de mi parte. Rápidamente se dio la vuelta como un felino y me barrió…

Yo estaba en el suelo. No podía creérmelo. Ya me había derrotado. O eso parecía cuando quiso dejar clara su superioridad humillándome. No me mataba. Quería que mi final fuese lento.

Zulahe emitió un bramido, que solo yo, su amó, escuché. Ella sola, tendida a tres metros de mí, volvió a mi mano por impulso arcano proveniente de la marisma. Lo mismo hizo Barok…

Mis dos pequeñas…

Parecía como si el propio aura de la marisma me pidiese que ejecutara a aquel gigante, que unos instantes antes quería deleitarse con mi muerte. Era evidente que había hecho mucho mal en esa zona.

Caternum estaba inclinado sobre lo que ya consideraba mi cadáver. Sin mucho esfuerzo hundí a Zulahe y a Barok en su pecho.

Comenzó a brotar sangre.

Le miré despectivamente y le dije:

-¿Unas últimas palabras?

-Si, algún luchador de la causa se deshará de ti -respondió agonizante.

-Algunas veces el ansia de pisar y humillar te juega malas pasadas, tauren –le respondí con aire didáctico.

Me miró con ira. Agonizó y escupió un gran y último chorro de sangre y murió.

Me incliné sobre él, le quité su medalla de guerra y musité:

-Are mikhänis sütilins âeröwinà rï sùlituraën -(Descansa viejo enemigo, porque como yo tienes tus razones).

Reemprendí mi camino. Tres meses y once días fueron los que estuve viajando. Tres meses y once días fue el tiempo que me separó de la gloria.

Llegué a Ventormenta, expliqué las causas de mi deserción, fui nuevamente aceptado y recibido con todos los honores de un buen soldado.

Jaime Navarro

Una ciudad a la luz de las velas

Quedamos a las nueve y media en Nuevos Ministerios. Él siempre pensando en mí, pero eran las nueve y seguía en pijama. La casa olía a nuevo, los muebles, el suelo de mármol frío bajo mis pies. Me preparé un café, mientras enrollaba mi mente en ideas absurdas y sueños. Al terminarlo, comencé a agobiarme. Tenía solo media hora para vestirme. Normalmente tiempo suficiente, pero la veo a ella y la cosa cambia por completo.

Fui al baño. Mientras me duchaba pensaba qué me iba a poner.

Ya vestido, salí por la puerta con el dinero justo y necesario; y el móvil en un bolsillo de la chaqueta.

Llegue a Nuevos Ministerios y ahí estaba ella; esperándome, apoyada contra una cristalera del metro; y su nueva moto, una vespino, aparcada cerca.

La saludé. Le di un beso en la mejilla. Y ella, al ver mi cara sonriente, me dijo:

-Jaime, tengo algo para ti.

Yo le pregunte:

-¿Qué tienes para mi? No hacia falta que me regalaras nada.

Ella me dijo:

-No, tranquilo, es solo un pañuelo; póntelo, he de enseñarte algo.

Mi cara debió resultarle divertida, pues soltó una gran carcajada. Cuando me puse el pañuelo, me dijo:

-Súbete a la moto, tengo otra sorpresa aún mas interesante.

Ella subió primero y esperó a que yo hiciera lo mismo. Arrancó y nos fuimos. Yo oía ligeramente el rugido de su moto. El viento soplaba fuerte. El viaje se me hizo eterno. No imaginaba a dónde podía estar llevándome. Al cabo de hora y media de viaje, que se me hizo eterno, paró; me hizo bajar de la moto y me dejó ahí, con el casco puesto, durante un rato. Creo que se burlaba de mí. Me quitó el casco con cuidado y, desde detrás, me quitó el pañuelo.

Una foto. Una antigua ciudad iluminada, toda entera, a las luz de las velas. No supe que decir. Me quedé paralizado, sin saber qué hacer. Mi mente estuvo en blanco unos cuantos segundos.

Ella me besó y me dijo:

-Te acuerdas de aquel lugar del que te hablaba cuando teníamos 15 años. ¿Recuerdas?

-Es verdad. Hace 4 o 5 años me hablaste de la ciudad donde naciste. Siempre me hablabas de La Pedraza.

-Por eso he hecho el viaje tan largo. Estamos en Segovia.

Había millones de velas encendidas, por todas las calles y convirtiendo ese lugar y esa noche en algo especial. Una buena sensación.

A la luz de esas velas, en ese pueblo tan preciado para ella, brindé por nosotros.

Álvaro Navarro

La incierta historia de una noble princesa

Érase una vez una princesa, encerrada en una lúgubre torre por no haber aceptado el casamiento, hacía varios años, con un prestigioso lord.

El lugar en el que vivía la princesa era muy pequeño. A veces llegaba incluso a producirle ansiedad. Pero la princesa lo soportó con prudencia.

Un día, que parecía como otro "cualquiera", oyó el molesto, pero esperanzador, sonido, de alguien llamando a la puerta. La princesa empezó a discurrir: “¿quién será?... ¿Podrá ser mi padre? ¿Un príncipe?... ¿Un asesino?"

Cuanto más pensaba, más nerviosa se ponía.

Por un instante pensó tirarse por la ventana e intentar caer en la laguna. A la muy tonta no se le había ocurrido esa idea hasta ese mismo instante; pero la descartó con aires de mujer decidida y abrió la puerta con ansias de conocer al personaje que se encontraría fuera.

Tras unos breves instantes, y tras observar de pies a cabeza al visitante, la princesa comprendió que se trataba de un simple campesino.

El campesino, al ver a la princesa, dijo decidido:

–Buenos días, princesa, ¿tendría usted el honor de que la rescatase?

La princesa al oírlo, estuvo a punto de echarse a reír. Pero al ver la seria expresión de su "salvador" no tuvo más remedio que asentir con la cabeza. Y se fue con él corriendo.

Tras diez minutos huyendo, fuera ya del recinto, el campesino exaltado oyó que la princesa recitaba:

-¡Oh!, noble príncipe, vos que me habéis salvado, os entrego como muestra de gratitud mi pañuelo.

La princesa se lo dio cuidadosamente a su "príncipe", como si fuese la alianza de una boda.

El campesino, tras recibir el "merecido trofeo", propuso a la princesa que se hospedase en su casa durante esa noche. La princesa aceptó ilusionada.

Tras una noche agradable, la princesa se despertó con el deseo de disfrutar de su "nueva" y "efímera" vida. El campesino le enseñó el establo, y después montaron unos caballos, regalo del padre del mozo.

Cabalgaron durante toda la mañana.

Pero ninguno de los dos sabía que aquellos caballos habían sido criados en las tierras del mismísimo Rey Epifanio III, y que éste había puesto precio (bastante apetitoso) a la cabeza de quién osara pasar sin permiso por sus nobles tierras.

Cuando el campesino y la princesa quisieron volver hacia la casa, tres guardias del rey montados a caballo, les arrestaron y, sin más preguntas, los llevaron a la casa del juez.

Allí se montó un juzgado "improvisado", con un juicio amañado. La princesa y el campesino oyeron la macabra condena a la que estaban destinados, juntos, por violar las normas del reino. Tras solo media hora, el juez les condenó a la horca.

A la mañana siguiente, sin más dilación, llevaron cabo la ejecución de los dos delincuentes en la plaza del pueblo; que esa mañana, medianamente soleada, acogía un gran aforo.

Antes de ser ejecutada, la princesa dijo:

–Sin vida o con ella, seré siempre la princesa, Olivia de Olivares.

Después de oír esas palabras, el gentío enmudeció; comprendieron que la princesa muerta era la sobrina del tan conocido Conde Duque de Olivares. La sobrina desaparecida muchos años atrás y que tanto había buscado su poderoso tío.

Al comprender todos la gravedad del asunto, no les quedó más remedio que ir a la capital, Madrid, y anunciar a toda la Corte Real que habían encontrado en un río el cuerpo sin vida de la desventurada Olivia de Olivares.

Tras saberlo, el tío, aunque apenado por la muerte de su querida sobrina, regaló al pueblo diez de los buenos caballos que albergaban sus establos, sin saber nunca lo realmente ocurrido.

David Otero

El Negocio

César levantó la vista del libro. Ya no podía seguir estudiando más. Maldito ruido de la calle. Pero, sobre todo, malditos cristales delgados. Se oía todo lo que ocurría fuera. Si además llovía, peor. Miró por la ventana que tenía frente a su mesa. Estaba todo oscuro. Todo. Todo, salvo la escasa luz que daban las farolas. César miró su reloj. Las ocho de la tarde. Miró otra vez por la ventana. No había un alma en la calle. Ni siquiera circulaban coches. Los minutos pasaban. César siguió mirando por la ventana. Pensó que el libro de Matemáticas, que tenía bajo sus codos, era más entretenido que la calle. Suspiró. Seguía lloviendo. Decidió volver al libro. De pronto, le vio. Estaba en la acera, frente a la de su ventana. ¡Una persona! César no se lo podía creer. Un hombre estaba de pie en la acera. Bajo un amplio paraguas de color negro. Como si estuviera desafiando al temporal. César movió la lámpara de su mesilla para que la luz no se reflejara en el cristal. Así le veía mejor.

El hombre era alto y flaco. Llevaba una larga gabardina negra. Algo extraño. César no sabía de qué color tenía el pelo. Llevaba la cabeza tapada por un sombrero. Negro, también. A César le pareció un hombre extraño. ¿Qué hacía, él solo, en la calle? De repente, César vio la pequeña llama de un mechero.

Rafa apagó el mechero y dio una calada. ¡Asco de tiempo! Soltó el humo. Miró a la izquierda. Vio a Nico, su compinche. Atravesaba la calle esquivando los coches. Mala cosa ser gordo. Para Nico eso se acercaba ya al nivel de deporte de riesgo. Un Mercedes, un Volkswagen, un Ford. Nico los esquivaba tan rápido como podía. Como podía. O como le dejaban sus zapatillas Adidas. Pisó un charco. Nico soltó un taco. Siguió caminando. Llegó a la acera. Rafa le esperaba. Se estaba riendo. Nico notó la mala intención de esa risa entre los largos dientes de lobo.

–La próxima vez, utiliza los semáforos, que están para algo –dijo Rafa. Dio otra calada a su cigarro.

–Gracias por el consejo –le contestó Nico, cortante. Se miró la zapatilla izquierda. Encharcada. Dio un resoplido. Se mesó la barba.

–¿Tienes lo que te pedí? –preguntó Rafa.

Dicho esto, se acabó el cigarro. Lo tiró a la acera. Examinó a su ayudante. Un hombre moreno, rechoncho y de pocas luces. Vestía unos vaqueros muy desgastados. Una chaqueta de cuero envolvía una camiseta de los Rolling Stones. La camiseta tapaba su barriga. O, al menos, lo intentaba.

Nico metió la mano en el bolsillo del pantalón. La sacó. Se la enseño a Rafa.

César se acercó más a la ventana. El hombre gordo le entregó al otro una pequeña cajita. Después el hombre alto se metió en un BMW negro. Estaba aparcado en la acera donde estaba la casa de César. Salió disparado.

El gordo pidió un taxi.

Álvaro Pérez

LA ÚLTIMA VEZ

Era el gran día. Estaba nervioso. Eran las 21:45. Quedaban 15 minutos. Tenía 20 años. Se oían gritos. Me senté. Hable con Raúl. Me contó su primer partido. Mire el reloj. Quedaban 9 minutos. Se oían más gritos. Faltaba poco. Llego él. Nos miró.

–Hoy es importante ganar –dijo–, tenéis que salir ahí fuera a destrozar al contrario. No podemos dejarles pasar. Juan –me dijo después a mí–, sé que hoy es tu primera vez, pero no quiero que te pongas nervioso, tranquilízate, ya veras como en cuanto empiece todo esto te calmas. ¿Vale?

–Vale –le contesté–, pero... ¿qué hago si cuando empiece no me tranquilizo?

–No creo que te suceda, pero si así fuese, busca a Raúl, él sabrá cómo tranquilizarte. ¿Alguien tiene otra pregunta? ¿No?… vale, pues entonces ha llegado el momento de salir.

Salimos al pasillo. Solo quedaban 3 minutos. Yo seguía nervioso. Solo se oían los gritos. Los contrarios llegaron a nuestro lado. Solo nos separaba una reja No les saludé. No les conocía. Todos estábamos esperando. Llegó el momento. Mis compañeros saltaron al campo. Me tocaba a mí. Me quedé quieto. Las piernas no me respondían. Me empujaron. Salí. El ruido era ensordecedor. Todos me miraban.

Han pasado 16 años. Ahora soy el capitán. Tengo 36. Es mi última vez.

Quedan 15 minutos. Sigo nervioso. Raúl ya no está. Los demás tampoco. Todos se fueron. Llegaron nuevos compañeros. Lo recuerdo todo. Parece que fue ayer. Han pasado muchas cosas.

Estoy triste. No volveré a vestir más esta camiseta. Quedan 11 minutos.

Llega él. Dice lo mismo de siempre. Da un par de consejos a los más jóvenes. A mi me dice que disfrute, que es mi última ocasión. Nos desea suerte a todos.

Salimos al pasillo. Quedan 5 minutos. Llegan los contrarios, saludo a alguno. Ahora si que les conozco. Nos deseamos buena suerte. Se oyen muchos gritos. Quedan 3 minutos. Estoy muy nervioso. Llega el momento.

Salgo el primero. Gritan más. Miro alrededor. Todos gritan. Me miran. Aplauden. Salen mis compañeros. Los contrarios también. Piso el césped. Gritan mi nombre.

Nos colocamos.

Va a empezar.

Pita el árbitro.

Empieza el partido.

Ruge el Bernabeu.