lunes, 31 de mayo de 2010

Nacho Dusmet

Un robo imposible

Me llamo Jack. Jack Johnson. Trabajo en la comisaría de Illinois, en la sección de altos robos. Estudié criminología en la Universidad de Harvard. Lo sabía todo.

Un día, al salir de la oficina, llamé a un taxi. Paró y le indique la dirección de mi casa. Mientras leía el periódico en el taxi, me di cuenta de que iba en dirección contraria. Me di cuenta a la media hora.

Le dije:

–¿Qué está haciendo? ¿A dónde vamos?

–Tranquilícese y relájese –me contestó el taxista, él si muy tranquilo.

–Pero… ¿pero es usted “tonto”! Dé la vuelta, ahora mismo –le respondí gritando y nervioso.

No me hizo caso y siguió. Intenté abrir la puerta, pero estaba cerrada. Miré por las ventanas. Estaba en ello, cuando de repente paró el coche, se abrieron las dos puertas y entraron dos hombres, uno por cada lado, a mí me dejaron en el centro. Llevaban chaqueta y corbata. Tenían pinta de mafiosos. Cuando volvimos a paramos, me bajaron del automóvil a empellones y me metieron en una fábrica abandonada. Me ataron a una silla y empezaron a leer en unos informes mi vida y mi carrera profesional completa. Sabían quién era yo. Pero yo no sabía quiénes eran ellos. Jugaban con ventaja.

Uno de ellos empezó a buscar en la mesa más cercana un papel y tiró al suelo la mitad de las cosas que había encima, hasta que lo encontró. Me lo ensañaron. Era la exposición de las joyas de la Corona de Inglaterra, que se celebraba en la ciudad durante esos días.

Y me dijeron:

–Queremos robarlas, pero no sabemos cómo.

–Y ¿qué? –contesté, con tono desagradable.

–Tú eres la persona que más sabe. Podríamos llegar a un acuerdo. Te podríamos dar el 5% y que tu nombre no aparezca, si sale mal –me contestó otro.

–50%, quiero la mitad –repliqué rápidamente.

–10% –me corrigió.

Empezamos a regatear y quedamos en un 30%, y billetes de avión para Cuba. Para desaparecer. No por otra cosa.

Y empecé a investigar. Las joyas se exponían en el “Museo Nacional de Joyas”. Aquel lugar contaba con los últimos y más sofisticados medios de seguridad. Era imposible robarlas. La única forma de conseguirlo era antes de que llegasen a su destino.

Conseguí la información que necesitaba. En teoría las iban a transportar en un furgón bien protegido, pero era solo un señuelo. Las joyas verdaderas iban a ir en un tren, custodiadas por tres agentes de la CIA, que salía desde Washington D.C.

Subimos al tren tres estaciones antes del destino de las joyas. Conseguimos cuatro asientos, tres de mesas y uno detrás de las joyas. Llevamos una mochila igual que la de las joyas. Simulamos una pelea, con el objetivo de poder hacer el cambiazo sin que se diesen cuenta. La excusa para la pelea era la rivalidad entre los dos equipos de fútbol americano más populares de Estados Unidos.

Los tres agentes de la CIA se levantaron para separarnos y aproveché la ocasión para dar el cambiazo. Nos bajamos en la siguiente estación, todos menos dos, para que no sospechasen.

Cogí mi avión y mis siete millones de $ rumbo hacia Cuba. A las dos semanas, en los periódicos se leían los titulares de “Fuertes tensiones entre Estados Unidos y Gran Bretaña a causa del robo de las joyas de la corona”.

Nada más leerlo, le di un codazo al que me había contratado y nos fumamos un puro en honor de la Reina.

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