César levantó la vista del libro. Ya no podía seguir estudiando más. Maldito ruido de la calle. Pero, sobre todo, malditos cristales delgados. Se oía todo lo que ocurría fuera. Si además llovía, peor. Miró por la ventana que tenía frente a su mesa. Estaba todo oscuro. Todo. Todo, salvo la escasa luz que daban las farolas. César miró su reloj. Las ocho de la tarde. Miró otra vez por la ventana. No había un alma en la calle. Ni siquiera circulaban coches. Los minutos pasaban. César siguió mirando por la ventana. Pensó que el libro de Matemáticas, que tenía bajo sus codos, era más entretenido que la calle. Suspiró. Seguía lloviendo. Decidió volver al libro. De pronto, le vio. Estaba en la acera, frente a la de su ventana. ¡Una persona! César no se lo podía creer. Un hombre estaba de pie en la acera. Bajo un amplio paraguas de color negro. Como si estuviera desafiando al temporal. César movió la lámpara de su mesilla para que la luz no se reflejara en el cristal. Así le veía mejor.
El hombre era alto y flaco. Llevaba una larga gabardina negra. Algo extraño. César no sabía de qué color tenía el pelo. Llevaba la cabeza tapada por un sombrero. Negro, también. A César le pareció un hombre extraño. ¿Qué hacía, él solo, en la calle? De repente, César vio la pequeña llama de un mechero.
Rafa apagó el mechero y dio una calada. ¡Asco de tiempo! Soltó el humo. Miró a la izquierda. Vio a Nico, su compinche. Atravesaba la calle esquivando los coches. Mala cosa ser gordo. Para Nico eso se acercaba ya al nivel de deporte de riesgo. Un Mercedes, un Volkswagen, un Ford. Nico los esquivaba tan rápido como podía. Como podía. O como le dejaban sus zapatillas Adidas. Pisó un charco. Nico soltó un taco. Siguió caminando. Llegó a la acera. Rafa le esperaba. Se estaba riendo. Nico notó la mala intención de esa risa entre los largos dientes de lobo.
–La próxima vez, utiliza los semáforos, que están para algo –dijo Rafa. Dio otra calada a su cigarro.
–Gracias por el consejo –le contestó Nico, cortante. Se miró la zapatilla izquierda. Encharcada. Dio un resoplido. Se mesó la barba.
–¿Tienes lo que te pedí? –preguntó Rafa.
Dicho esto, se acabó el cigarro. Lo tiró a la acera. Examinó a su ayudante. Un hombre moreno, rechoncho y de pocas luces. Vestía unos vaqueros muy desgastados. Una chaqueta de cuero envolvía una camiseta de los Rolling Stones. La camiseta tapaba su barriga. O, al menos, lo intentaba.
Nico metió la mano en el bolsillo del pantalón. La sacó. Se la enseño a Rafa.
César se acercó más a la ventana. El hombre gordo le entregó al otro una pequeña cajita. Después el hombre alto se metió en un BMW negro. Estaba aparcado en la acera donde estaba la casa de César. Salió disparado.
El gordo pidió un taxi.
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