Érase una vez una princesa, encerrada en una lúgubre torre por no haber aceptado el casamiento, hacía varios años, con un prestigioso lord.
El lugar en el que vivía la princesa era muy pequeño. A veces llegaba incluso a producirle ansiedad. Pero la princesa lo soportó con prudencia.
Un día, que parecía como otro "cualquiera", oyó el molesto, pero esperanzador, sonido, de alguien llamando a la puerta. La princesa empezó a discurrir: “¿quién será?... ¿Podrá ser mi padre? ¿Un príncipe?... ¿Un asesino?"
Cuanto más pensaba, más nerviosa se ponía.
Por un instante pensó tirarse por la ventana e intentar caer en la laguna. A la muy tonta no se le había ocurrido esa idea hasta ese mismo instante; pero la descartó con aires de mujer decidida y abrió la puerta con ansias de conocer al personaje que se encontraría fuera.
Tras unos breves instantes, y tras observar de pies a cabeza al visitante, la princesa comprendió que se trataba de un simple campesino.
El campesino, al ver a la princesa, dijo decidido:
–Buenos días, princesa, ¿tendría usted el honor de que la rescatase?
La princesa al oírlo, estuvo a punto de echarse a reír. Pero al ver la seria expresión de su "salvador" no tuvo más remedio que asentir con la cabeza. Y se fue con él corriendo.
Tras diez minutos huyendo, fuera ya del recinto, el campesino exaltado oyó que la princesa recitaba:
-¡Oh!, noble príncipe, vos que me habéis salvado, os entrego como muestra de gratitud mi pañuelo.
La princesa se lo dio cuidadosamente a su "príncipe", como si fuese la alianza de una boda.
El campesino, tras recibir el "merecido trofeo", propuso a la princesa que se hospedase en su casa durante esa noche. La princesa aceptó ilusionada.
Tras una noche agradable, la princesa se despertó con el deseo de disfrutar de su "nueva" y "efímera" vida. El campesino le enseñó el establo, y después montaron unos caballos, regalo del padre del mozo.
Cabalgaron durante toda la mañana.
Pero ninguno de los dos sabía que aquellos caballos habían sido criados en las tierras del mismísimo Rey Epifanio III, y que éste había puesto precio (bastante apetitoso) a la cabeza de quién osara pasar sin permiso por sus nobles tierras.
Cuando el campesino y la princesa quisieron volver hacia la casa, tres guardias del rey montados a caballo, les arrestaron y, sin más preguntas, los llevaron a la casa del juez.
Allí se montó un juzgado "improvisado", con un juicio amañado. La princesa y el campesino oyeron la macabra condena a la que estaban destinados, juntos, por violar las normas del reino. Tras solo media hora, el juez les condenó a la horca.
A la mañana siguiente, sin más dilación, llevaron cabo la ejecución de los dos delincuentes en la plaza del pueblo; que esa mañana, medianamente soleada, acogía un gran aforo.
Antes de ser ejecutada, la princesa dijo:
–Sin vida o con ella, seré siempre la princesa, Olivia de Olivares.
Después de oír esas palabras, el gentío enmudeció; comprendieron que la princesa muerta era la sobrina del tan conocido Conde Duque de Olivares. La sobrina desaparecida muchos años atrás y que tanto había buscado su poderoso tío.
Al comprender todos la gravedad del asunto, no les quedó más remedio que ir a la capital, Madrid, y anunciar a toda la Corte Real que habían encontrado en un río el cuerpo sin vida de la desventurada Olivia de Olivares
Tras saberlo, el tío, aunque apenado por la muerte de su querida sobrina, regaló al pueblo diez de los buenos caballos que albergaban sus establos, sin saber nunca lo realmente ocurrido.
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