lunes, 31 de mayo de 2010

Eduardo González Codes

2012

31 de diciembre del año 2011.

Yo, un joven de 18 años, estoy tendido en la cama después de un día duro. En la calle solo se habla del fin del mundo. La noticia se ha propagado hasta el último rincón. Mis padres y hermanos preparan un plan para salir y huir de la tierra y del peligro. El calendario Maya ha terminado. Nostradamus nos avisó hace miles de años. Nuestro plan de huída empieza de madrugada.

Mi padre, previsor, consiguió equipo para todos hace semanas.

Después de levantarnos y recoger nuestros enseres nos ponemos de camino al aeropuerto. Mi hermano consigue llegar a uno de esos aviones que pilota. Nos pondremos de camino hacía algún lugar seguro, donde la tranquilidad persista.

06:00 am, suena mi despertador.

Mi perro ladra, y yo no sé por qué hay tanto ajetreo en mi casa.

Papá no para de gritar mientras recoge algunas de sus medicinas.

–Edu, dónde has puesto todas los medicamentos que tenía junto a mi mesa –dijo mi padre.

–En los cajones, junto a la despensa, en la cocina –contesté mientras mis ojos se cerraban por el sueño.

Luego me explica que no nos queda tiempo. Que nos cogerán. Me visto y me dirijo a la cocina, para llenar el estómago. Agarro un par de galletas de una bolsa y la mano de mi hermano me rodea el cuello. Me lleva hasta la ventana del salón. Algo increíble sucede ahí fuera.

–Lo ves, hermanito, los rumores son ciertos, todo se acaba -dijo mi hermano mayor.

–Ya lo veo, deberíamos haber creído cuando podíamos, ahora ya es tarde –dije, mientras comía.

Miles de personas infectadas por algo extraño rompen y queman todo a su paso. Las casas prenden en llamas. La humanidad ha sido atacada por un virus que afecta directamente al metabolismo de las personas. Las hace inconscientes de sus actos

En el horizonte, las cuatro torres de Madrid se desploman y provocan una inmensa nube de polvo.

La puerta de nuestra terraza se abre.

Se escuchan pasos y gritos de personas.

No hay esperanza para el hombre.

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